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   Sermones Expositivos - Rut, Efesios, Santiago, 1 Juan
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"Si alguno anhela obispado, buena obra desea." 1 Timoteo 3:1

 
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El trabajo del evangelista por C. William Fisher

Por qué soy evangelista

            Ninguna otra pregunta se me ha hecho con mayor frecuencia que ésta: “¿Por qué es usted un evangelista?” A veces la pregunta revela admiración, como si fuera así: “Creo que es la gran cosa, pero, ¿por qué?” Otros la hacen con un aire de incredulidad: “¿A quién se le ocurre ser un evangelista?” Y en otras ocasiones, el tono de voz parece decir que el que hace la pregunta se imagina que hay algo sospechoso en ser evangelista, algo así como ser un jugador profesional en juegos de azar, o algo sin chiste, como dar de comer a las gallinas. Les es imposible com­prender cómo haya alguien a quien le guste ser evangelista.

            Pero, precisamente, ese es el punto. Yo no escogí ser evangelista; fui llamado a serlo. Es un imperativo divino. Algunos aseguran que uno es llamado al servicio cristiano, pero que el campo de servicio depende de las circunstancias, las disposiciones de la Iglesia, los talentos, el voto del pueblo cristiano, o aun la casualidad. No me explico por qué no creen que Dios llama a deter­minadas vocaciones cristianas, sobre todo cuando su Pala­bra dice: “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros” (Efesios 4: 11).

De lo que estoy seguro es que Dios me llamó a ser evangelista. Siempre le he agradecido que su llamamiento haya sido tan claro y definido, puesto que a veces eso es todo lo que he tenido en qué apoyarme cuando las pre­siones y las circunstancias han sido difíciles, y la enferme­dad y experiencias amargas me han salido al paso—expe­riencias inexplicables, aparentemente sin relación ninguna con mi vocación.

En casos así, tres cosas han sido mi sostén: (1) La certeza de mi amor hacia Dios; (2) La certeza del amor de Dios hacia mí; (3) La certeza de que Dios me llamó a esta tarea, la tarea del evangelista. Difícil, si no impo­sible, hubiera sido disimular las críticas, sobrellevar la soledad, soportar los menosprecios, y resistir todo lo de­más que un evangelista tiene que resistir, sin esa certi­dumbre de mi llamamiento.

Esa seguridad del llamado divino al evangelismo me protegió asimismo de los vientos huracanados de indeci­sión al presentarse otras oportunidades, por ejemplo, la oportunidad de ser pastor. Todo evangelista recibe llamadas e invitaciones a aceptar algún pastorado. Algunos, cual yoyos eclesiásticos, han mudado del evangelismo al pastorado, y viceversa, muchas veces.

Desde luego que se agradecen esas invitaciones a ser pastor. Pero si el llamamiento al evangelismo es inequívoco, firme e imperativo, esas “oportunidades” no inquietarán ni atraerán, ni nos enviarán a otros en busca de consejo.

Recuerdo que cierta noche, después de un culto de evangelismo, platicaba con el pastor cuando me llamaron por teléfono. Era de una iglesia donde había tenido varias campañas. Los ofíciales estaban reunidos y querían saber si aceptaría ser su pastor. Les agradecí su bondad y confianza, pero expliqué que estaba cumpliendo la voluntad de Dios para mi vida. Terminada la conversación, mi amigo pastor me dijo:

—Pero, hombre, ¿ni siquiera vas a orar sobre el asunto?

—No, —le contesté. — porque la decisión se hizo ya hace mucho tiempo, cuando Dios me llamó al evangelismo.

La invitación era de una iglesia que ofrecía muchas ventajas materiales: una congregación numerosa, un buen sueldo, una magnífica casa pastoral, líderes locales muy bondadosos, una ciudad metropolitana con muchas venta­jas, y una universidad grande cercana a donde mis hijos podrían asistir, etc. Pero no hubo la menor vacilación ni tentación.

En otra ocasión me hallaba comiendo con un amigo muy querido: el doctor A. K. Bracken, rector del Colegio Nazareno de Bethany en mis días universitarios. El me preguntó:

—Fisher, te he observado por algún tiempo, y he notado que no eres nervioso ni inquieto como otros evan­gelistas; ¿por qué?

Sonreí, le di las gracias por el cumplido, y le contesté:

—Quizá sea porque estoy haciendo lo que Dios quiere que haga. No soy tan bueno como quisiera en mi vocación, pero me esfuerzo por obedecer lo que estoy cierto que es la voluntad de Dios para mí. Quizá esa sea la explicación, porque no le envidio nada a nadie. Tengo todo lo que quiero para mi vida.

A usted le sorprenderá la tranquilidad que acompaña a una convicción así.

Pudiera ser que alguno confundiera esa actitud con indiferencia, o aun rebeldía, pero no es así. Es la tranqui­lidad y la seguridad firme que estoy haciendo lo que Dios quiere que yo haga, y de que en la voluntad de Dios no hay ascensos ni descensos. En su voluntad no hay posiciones elevadas ni inferiores, sino que si obedezco la voluntad de Dios para mí, y el otro obedece la voluntad de Dios para él, nos encontraremos en igual nivel de acción y obediencia. Puedo, entonces, ver a todos a la misma altura, sin complejos de inferioridad ni de supe­rioridad. Posiblemente a algunos esta actitud les produzca úlceras, pero a mí me ha librado de ellas.

Ahora bien, si es cierto que la razón fundamental por la que soy un evangelista es porque Dios me llamó a ello, y por eso mismo continúo siéndolo, existen determi­nadas ventajas y beneficios marginales que muchos no advierten ni estiman.

Uno es el ser independiente. Mi tiempo, por ejemplo, está a mi disposición. Durante todos estos años de evan­gelismo, me he esforzado por cumplir mis obligaciones durante una campaña, en los servicios, el trato social, el programa de visitación. Pero una vez desempeñada mi responsabilidad, me queda mucho tiempo para usar como mejor me parezca. Para muchos eso constituye un pro­blema, pero la dificultad para mí es que no me alcanza el tiempo para hacer todo lo que quisiera.

No estoy hablando de paseos y diversiones, porque después de diez años de evangelista, ya se han visitado todos los sitios de interés, los barrios se parecen mucho unos a otros, y los parques zoológicos, los museos y los lagos, también pierden su atractivo. Le aseguro que pasados veinticinco años de andar de evangelista, pierde uno el entusiasmo por pasearse.

A lo que me refiero es al tiempo disponible para ir a las bibliotecas, sumergirse en nuevas profundidades de conocimientos, y sentirse humilde al vislumbrar todo lo que uno no sabe. Tengo una deuda insolventable con las bibliotecas y los bibliotecarios.

Me refiero también al tiempo disponible para escribir, y también estoy muy agradecido por esa oportunidad. Un evangelista no edifica templos, ni casas pastorales, ni levanta nuevos edificios para el ministerio de la iglesia. Dicho de otra manera, un evangelista no tiene oportunidad de dejar algo concreto, visible, como expresión de su mi­nisterio. Pero la producción de artículos y libros me ha otorgado ese sentido de lo permanente, de una contribución tangible, que se agrega al bien que mi servicio de evange­lista haya podido realizar.

Poseo la satisfacción de que cuando yo haya partido de este mundo, y mi nombre se haya olvidado, alguien, en algún sitio, tomará uno de mis libros y será inspirado y ayudado por algo que yo escribí. Eso es lo que me produce este sentido de permanencia.

Un beneficio adicional de tener mi tiempo disponible, o de ser independiente, es que no estoy obligado a involu­crarme en la maquinaria eclesiástica, ni en los mil y un detalles de la diplomacia religiosa. Esto, desde luego, pone el dedo sobre lo que considero la médula del ministerio del evangelista: que el evangelista es primordialmente un profeta. Su mensaje es un reto a los valores contemporá­neos. Su clamor es: “¡Volved a lo básico! ¡Sed renovados y avivados, y disfrutad una visitación del Altísimo!“ Sabido es que el ministerio profético no es prebenda exclusiva del evangelista, pero sí es su tarea más urgente primordial. Y mientras sea evangelista, esa insistencia profética será su obsesión y su arma ofensiva.

Mas si el evangelista se enreda en los aspectos de orga­nización de la iglesia al punto de inmiscuirse en decisiones y procesos eclesiásticos, perderá la perspectiva de su mi­nisterio, y su mensaje perderá también ese énfasis apre­miante e imparcial.

Por supuesto que no todos agradecen la presencia ni el mensaje del profeta, como lo observamos en el Antiguo Testamento, en los conflictos entre profetas y sacerdotes, en los encuentros del Señor Jesús con los del templo, en las luchas de Pablo, Lutero y Wesley con quienes pre­firieron las tradiciones a la verdad y a una visitación del Espíritu Santo. Pero es el caso que la iglesia, como orga­nización, también necesita el aguijón del profeta, el desafío a poner “primero lo primero”, tanto como el profeta requiere la influencia estabilizadora de la organización eclesiástica de que forma parte.

Por este motivo yo no asisto a todas las actividades oficiales de mi denominación, convenciones, asambleas, etc. No se trata de que no estime mi iglesia. Creo que suficiente prueba de lo contrario es mi patente esfuerzo por ser fiel a sus doctrinas y a su énfasis durante más de veinticinco años, y los cientos de personas que he condu­cido a la decisión de solicitar ser recibidos como miembros.

No, sino que estoy convencido de que un evangelista no tiene ningún negocio en andarse enredando en cuestio­nes oficiales, ni en las actividades y responsabilidades de la organización eclesiástica. Debe ser enteramente libre para clamar: “¡Volved! ¡Avivaos! ¡Renovaos! ¡Dad prio­ridad a lo fundamental!“ Y lo será si no posee una posi­ción que conservar o ganar, ni una “política” que seguir.

Otro provecho de esta independencia, o libertad, es la oportunidad de viajar con un propósito, no sólo de aquí para allá, ni únicamente en mi patria, sino por todo el mundo. Todos los veranos, por más de quince años, he tenido el privilegio de visitar otros países y continentes para tener campañas de evangelización. La comunión así obtenida con ministros, misioneros y obreros cristianos de muchas tierras ha sido no sólo placentera, sino una positiva bendición. Su ejemplo de sacrificio y devoción me ha inspirado, y me ha desafiado su evidencia de con­sagración y dedicación absoluta a la iglesia y la causa de la santidad. Eso ha incrementado grandemente mi esti­mación de mi iglesia, la Iglesia del Nazareno, de sus líderes, su visión, y su empeño en circundar el globo terrestre. Y me ha avergonzado de que en ocasiones he lamentado no tener zapatos, cuando millones van por la vida descalzos.

Eso, a decir verdad, ha sido una pérdida económica, porque jamás he aceptado un céntimo arriba de mis gastos en cualquier viaje a campos misioneros. Pero sicológica, emocional y espiritualmente, ha sido invaluable sentir el fervor de las actitudes de nuestros obreros en todas partes del mundo; ser testigo de su entrañable amor a la iglesia y su gratitud por todo lo que ella ha contribuido a sus vidas.

Además de la razón fundamental de que he sido llamado por Dios al evangelismo, y de los beneficios marginales de independencia y libertad que me concede, me gusta ser evangelista por el sentido que me da de un desafío y unos resultados siempre inmediatos, y continuamente presentes.

Estoy profundamente convencido de que nuestra pri­mera tarea, nuestra responsabilidad primordial como Igle­sia de Jesucristo, es la de proclamar el evangelismo de santidad. Tengo, como evangelista, el privilegio de estar constantemente ocupado en lo que creo que es la obra más importante de la iglesia: traer a otros al conocimiento pleno de Jesucristo, y a la experiencia de la plenitud de su Espíritu. ¡Me emociona la urgencia inmediata de ese desafío! Es un verdadero reto existencialista. Apelar a hombres y mujeres, a jóvenes y viejos, que acepten a Jesucristo y su voluntad para sus vidas ahora mismo, y que comiencen a vivir, a vivir de veras, abundantemente—ese es el privilegio del evangelista noche tras noche y año tras año.

Estoy muy agradecido por los elogios que de vez en cuando mi ministerio ha merecido. Sobresalen entre ellos uno dado por otro evangelista, y el otro dado por un pastor. El evangelista me dijo: “Has mantenido el paso con el progreso moderno, pero no has perdido el mensaje”. Y el ministro, que era por entonces el pastor de una enorme congregación: “Eres un evangelista de carrera, pero no profesional”.

Cualquiera que sea movido por otras consideraciones que el amor a Dios y a las almas, se ha vuelto un profe­sional. Después de veinticinco años, 653 campañas, y miles de servicios, puedo honradamente decir que no me ha cansado el desafío; a veces me canso de la rutina, pero nunca del desafío.

¿Cómo podría fastidiarme de ver a los hombres venir al altar noche tras noche cargados de culpa o de profundos conflictos espirituales, y verlos levantarse con sus rostros serenos y sus corazones victoriosos, habiendo cambiado el peso de la culpa por el sentido de perdón, de pureza, de esperanza y confianza en el futuro? ¡Nunca! ¿Cómo podría aburrirme de escucharlos dar testimonio, lágrimas corriendo por sus mejillas, de la paz que han encontrado, y de su nueva decisión de seguir las pisadas del Maestro?

Maravillosas recompensas del evangelista son, en ver­dad, que pasados los años, alguien se acerca y nos dice que en tal y cual campaña donde predicamos él le dijo “Sí” a Dios, y desde entonces la vida se transformó: o un pastor me recuerda que en un servicio donde hablé, él resolvió para siempre la seguridad de su llamamiento; o recibir una carta en que se nos recuerda que en tal y cual servicio Dios tocó al que nos escribe, y cuánto está disfrutando la vida cristiana. No que nosotros solos ga­nemos las almas, porque muchas influencias convergen en la salvación de una persona, sino comprender que Dios nos usó en el momento decisivo para conducir a alguien a Cristo… eso sólo vale la pena todo lo demás.

¡Imagínese usted lo que será en el cielo! Cuando de muchos países vengan y nos digan que en aquel verano, o en aquella campaña, o en aquel servicio, aceptaron al Señor, y comenzaron a vivir para El. Con que suceda una vez será suficiente.

¿Todavía siente compasión por los evangelistas?

Guárdese su compasión.

Con todo, aunque Dios mismo me llamó a esta labor, y los beneficios superan en mucho a las desventajas, hay, ciertamente, desventajas. Y para que más personas com­prendan algunas de las dificultades y contrariedades que un evangelista debe afrontar, será bueno anotar algunas brevemente.

 

Por qué no quisiera ser evangelista

El precio más elevado que todo evangelista debe pagar es la ausencia del hogar y de los seres amados. No hay vida doméstica normal para el evangelista ni para su familia. Por la naturaleza misma de su obra, debe estar ausente del hogar por semanas y meses. Escribo estas líneas en diciembre, y es desde el primero de septiembre que no he visto a mi esposa ni a mis hijos. Usted no llamaría a eso una vida hogareña normal. ¿verdad?

Un amigo me dijo:

—Ni por veinticinco mil dólares al año haría yo lo que tú estás haciendo.

—Yo tampoco, —le contesté.

Otro amigo fue más franco:

—Yo no podría soportar pasar tanto tiempo sin ver a los míos.

—Tampoco yo, —le dije— pero lo hago.

—Sí, —continuó él, — pero me sentiría sumamente mi­serable.

—Así me siento yo, —le respondí.

—Entiendo, —me dijo, — pero… pues me volvería loco.

—Bueno… pues… yo…, —y no pude terminar.

La soledad es como un ácido que puede corroer los pensamientos, los sentimientos, y las relaciones con los demás, a menos de que uno esté en continua comunión con Dios recibiendo su auxilio. La declaración de Pablo:

“He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación”, es una gran verdad, pero se toma tiempo para aprenderla. Y no se aprende sólo de rodillas, ni en el seminario o la escuela, ni en un año, o dos, ni veinte. Sólo mediante la gracia de Dios puede uno desarrollar la capacidad para estar solo por largas temporadas. No es fácil. Mas tampoco lo es ninguna de las cumbres del espíritu.

Desde luego que el evangelista no es el único que paga este enorme precio de separación y soledad por causa de su labor. La esposa y la familia también lo pagan. Sólo que el evangelista es más consolado por los demás, aunque no lo merece; realmente la familia es la que merece ser más consolada.

¿Me concedéis el privilegio de decir algo sobre mi esposa? Durante todos estos largos años como evangelista —de los cuales más de quince ha pasado sola con los hijos —ni una sola vez me ha sugerido que me ocupe de otra cosa y no de cumplir lo que creo que es la voluntad de Dios para mí. Eso prueba irrefutablemente no sólo su amor hacia mí, sino su amor, su consagración y dedicación a Dios y a su voluntad. Estoy profundamente agradecido a ella. Y a mis dos hijos también, que ahora son jóvenes y quienes han sido muy comprensivos y jamás han ni siquiera insinuado que quisieran que yo me ocupara en otra tarea. Para ellos toda mi gratitud.

Por esto, cuando usted vea a un evangelista, piense en la esposa y los hijos que se quedaron en casa, y guarde para ellos la mayor medida de su consuelo y comprensión, por la soledad y la separación a que se ven sujetos.

Otro motivo por el que no quisiera ser evangelista es por la falta de seguridad. El evangelista carece por com­pleto de seguridad material, con la sola excepción de la ofrenda que las iglesias determinen darle por sus servicios. ¿Qué sucede en tiempos de enfermedad, o cuando se can­cela una campaña? No hay entradas. Cualquiera otro obrero cristiano recibe un estipendio seguro, por pequeño que sea, ya fuere pastor, misionero, profesor de instituto bíblico o de seminario, pastor ayudante,… aun el guardatemplo.

Si el pastor, el profesor de seminario o el guardatemplo enferman, el sueldo continúa. La casa pastoral y los gastos ordinarios no le preocupan. Y con mucha frecuencia, la congregación y la denominación proveen otros beneficios adicionales en tiempos de estrechez económica. Pero si el evangelista enferma no hay salario, nadie cubre el gasto de las cosas que su familia necesita ordinariamente, ni la renta de la casa, ni nada más. En otras palabras: el obrero más humilde en cualquier iglesia local disfruta de mayor seguridad económica y más beneficios adicionales, que cualquier evangelista.

Además, ¿qué sucede cuando una iglesia decide cancelar una campaña? Confieso que no puedo hablar sobre esto con lujo de experiencia, porque en todos mis años de servicio solamente catorce veces me ha sucedido, pero es el caso que en ninguna de las ocasiones, ni siquiera por cortesía, la iglesia mencionó hacer lo posible por reparar la pérdida económica sufrida por la cancelación. Gracias a Dios que en todos los casos pude hacer arreglos, y nunca he tomado unas “vacaciones por fuerza”, pero to­davía pudiera suceder, y el pobre evangelista vive con esa incertidumbre.

Consideremos aun otra faceta de este problema de la inseguridad. Si el evangelista es fiel a su llamado, le resulta imperativo predicar sobre asuntos que a veces son suma­mente delicados. Al hacerlo corre el riesgo de enfadar a quienes pudieran ser una fuente de sostén y ayuda en el futuro.

El evangelista no permanece el tiempo suficiente, como el pastor, para demostrar a la gente que en realidad es un tipo agradable, y que los demás deben y pueden aceptar su personalidad y ministerio. El dura en la iglesia unos cuantos días, y si quiere ser fiel a Dios, a su conciencia y a la congregación que lo ha llamado, debe entonces hablar francamente de temas que sin duda herirán e incomodarán a miembros influyentes o acomodados. Es, verdaderamente, una situación injusta: el hombre que depende más del beneplácito de los cristianos, es el mismo que, por la naturaleza de su llamamiento, debe hablarles con mayor claridad y franqueza de los asuntos más hi­rientes.

¡A mi no me gustaría ser evangelista!

Sigamos adelante. Tampoco me gustaría ser evangelista debido a la falta de estímulos humanos. Uno de los deseos humanos más legítimos es el de ascender, de alcanzar niveles más elevados de triunfos que todos reconozcan como evidencias de éxito. Este deseo no siempre es carnal; es más bien una aspiración que Dios nos dio para que nos esforcemos por lograr el mayor rendimiento de nuestros talentos, y que los demás lo reconozcan.

El problema es que al evangelista no hay quien le ponga delante el proverbial palo con una zanahoria que lo incite a logros más prominentes. Esto acontece sobre todo si el evangelista quiere permanecer fiel a sus con­vicciones bíblicas. Hay muchos grupos denominacionales e independientes que no creen en un evangelismo claro, bíblico, de santidad.

Hace algunos años estábamos sentados en casa a la mesa para la cena de Navidad. A mi derecha estaba mi hermano, a quien poco antes nombraran deán de una universidad en California. A mi izquierda estaba mi cuñado, ascendido recientemente a gerente regional de una famosa compañía nacional de maquinaria para cons­trucción. Ambos recibieron sendos aumentos de sueldo, y me sentí sinceramente contento por aquellos éxitos alcanzados. Pero fue muy natural que de pronto pensara: “Bueno, aquí estás tú; tienes veintiún años de ser evan­gelista, y eso es exactamente lo que serás dentro de otros veintiún años, si acaso vives, y sin esperanza de que nadie te conceda un aumento de salario”. Pronto, no obstante, deseché tales pensamientos, y pude decir: “A ver, por favor pásenme el pavo”.

Pero algunos no han podido desechar esos pensamientos. Cierto prominente evangelista dijo a un pastor amigo mío: “Tengo ya diez años de evangelista y he predicado en casi todas las iglesias grandes. Si sigo, sólo haré recorrer de nuevo el mismo camino. Creo que mejor dejaré el campo del evangelismo”. Ahora es pastora de una nume­rosa congregación.

Por supuesto que es fácil ser evangelista cuando se tienen sólo veinte años de edad. El entusiasmo de la juventud está en su vigor. Y tampoco es muy difícil ser evangelista a los treinta y cinco años. Pero, ¿a los cincuenta?

Durante los primeros años hay algo fascinante en el evangelismo; el encanto de nuevas experiencias y nuevos éxitos, el placer de viajar, el sentido muy legítimo de la satisfacción que viene cuando cierta aura de fama comien­za a formarse alrededor de nuestro nombre, y las iglesias solicitan más insistentemente nuestros servicios. Pero si esas son todas las causas por las que somos evangelistas, pronto entra el aburrimiento. Para escapar, el evangelista abandona entonces su ministerio, o se enreda “en los negocios de la vida”. Tal proceder daña tanto al evange­lista como a la iglesia, es un reproche para el evangelismo, y deja una mancha indeleble en la reputación del evan­gelista.

Aparte de la ausencia de incentivos humanos, existe la penosa verdad de que aun algunos colegas ministeriales consideran la obra del evangelismo como un anacronismo en la actualidad. Ven con menosprecio y desdén el oficio de evangelista. Cierto pastor me preguntó recientemente: “¿Eso es todo lo que esperas ser en la vida? ¿Un evangelista ?“ La evidente sinceridad de sus palabras hizo mucho más inquietantes sus preguntas.

¿Por qué causa tanta sorpresa en los seminarios que algún estudiante al ministerio anuncie su propósito de dedicarse a la evangelización? Muchos se quedan boquiabiertos porque alguien invertirá su vida en lo que consideran una tarea sin consecuencia. Muchos jóvenes en nuestras escuelas y seminarios, que han sentido el llamamiento al evangelismo, “pierden la visión” al correr de los años, y triste evidencia de ello es que de los cientos de alumnos graduados de uno de nuestros más grandes seminarios, sólo seis dan hoy todo su tiempo al evange­lismo.

Muchos creen que el campo del evangelismo es el refugio de payasos y excéntricos, de imbéciles, simplones, bobos y otros que sólo quieren ocuparse en algo fácil mientras se abre una “mejor oportunidad”. ¡Con razón no hay muchos jóvenes que quieran ser evangelistas! Nadie quiere ofrendar su vida en aras de lo que sus amigos y colegas juzgan inferior. Por eso, a menos de que el llamado de Dios sea tan profundo y claro que clame “¡Ay de mí si no hago la obra de evangelista!” el joven no entrará al campo del evangelismo, o pronto lo abando­nará.

Con todo, aunque los inconvenientes del evangelista— no disfrutar de vida de hogar, falta de seguridad y escasos alicientes humanos, —parezcan obstáculos insuperables, no son nada comparados con las recompensas que acarrea el saber de cierto que él está haciendo la voluntad de Dios para su vida. Muy poco valen las desventajas, las pre­siones y la inseguridad cuando se equiparan con el privi­legio de ver noche a noche a los hombres logrando nuevas alturas sublimes de vida; cuando estrechan su mano y le dicen: “¡Cuántas gracias doy a Dios por usted!” Galardón supremo es verificar frecuentemente que Dios le está usando como instrumento para redimir almas inmortales.

¿Qué son, al lado de eso, las comodidades del hogar, los honores de una posición de prestigio, la membresía en unos cuantos comités o juntas, las críticas y burlas, las casas pastorales y todos los beneficios adicionales?

No se compadezca usted del evangelista. Recibe remune­raciones que, aunque no tangibles, son muy reales, satis­factorias y positivas. Tan satisfactorias, de hecho, que un hombre del calibre de Juan R. Mott, evangelista de una generación anterior que se codeó con los grandes y los poderosos del mundo, y pudo haber dejado honda huella en muchos distintos campos de acción, dijo: “Estas pala­bras deseo por epitafio: ‘Fue un evangelista’.”

Billy Graham ha dicho: “Mientras el mundo exista habrá pecadores, y mientras haya pecadores se necesitarán evangelistas que les proclamen el evangelio; y mientras Dios quiera que yo sea un evangelista, consideraré un gran privilegio, un elevado honor, y un tremendo desafío, ser uno”.

“Si Dios te llama a ser un evangelista”, aconsejó Lord Beaverbrook, “no te rebajes a ser rey.”

Cuando concluí veinticinco años en el evangelismo, escribí este resumen:

ü           He viajado más de 1,350,000 kilómetros.

ü           He tenido 653 campañas de evangelización y aviva­miento.

ü           He predicado, con intérpretes, a congregaciones que hablan el francés, el español, el alemán, el danés, el sueco, el italiano, el japonés, el samoano, y varios idiomas y dialectos hindúes.

ü           No he tenido que tomar una sola vacación a fuerza.

ü           Por más de quince años he recibido cinco invitaciones, por término medio, cada semana, a tener campañas.

ü           Nunca he faltado a un servicio por razones de enfer­medad, excepto cuando me operaron de cáncer.

ü           Nunca he llegado tarde a un servicio excepto en Glasgow, Escocia.

ü           He conocido a miles y establecido amistad con cientos de predicadores y laicos.

ü           Todos los años el Señor me ha dado lo suficiente para pagar mis cuentas y solventar mis gastos, y que me quede un poquito.

ü           He visto miles arrodillarse en el altar, cientos de ellos alcanzar la salvación, de los cuales muchos ya han arribado al cielo y otros están en camino.

Al considerar todo esto, y a pesar de todas las horas de soledad, todos los errores, fracasos y flaquezas, puedo con mayor gratitud y convicción asentir a las palabras del himno: “Qué bueno es servir a Jesús…” ¡Gracias a Dios!

 

Cómo preparar una campaña de evangelismo

El evangelista depende de que lo inviten. Casi ninguna denominación tiene un departamento encargado de asignar campañas a los evangelistas. El no es como un agente de ventas contratado por una firma comercial y asignado a cierta área. El evangelista dice con Juan Wesley: “El mundo es mi parroquia”.

Aunque algunos superiores eclesiásticos y amigos pas­tores le ayuden a conseguir campañas al principio de su ministerio, en fin de cuentas el evangelista mismo crea la demanda de sus servicios. En la mayoría de las denominaciones es el pastor local quien sugiere a la junta oficial, o de administradores, de diáconos o de ancianos, uno o varios nombres de evangelistas que pueden invitar. La regla general es que la junta, a su vez, conceda al pastor entera libertad para escoger al evangelista; pero si algunos se oponen, el pastor tendrá la sabiduría de no crear un problema y sugerirá otros nombres.

Cierta junta de oficiales discutía nombres de posibles evangelistas para una campaña local, y a todos los nombres mencionados, uno de los oficiales decía:

—No, ese no. No me cae bien.

Por fin, otro oficial, enfadado, le dijo:

—El problema con usted, hermano, es que nada le cae bien, ¡todo se le resbala!

Si fuera indispensable obtener el voto unánime de los oficiales de la iglesia para llamar a un evangelista, proba­blemente ninguna iglesia podría llamarnos, porque es imposible satisfacer a toda la gente todo el tiempo.

Una vez tomada la decisión de llamar a un evangelista, el pastor es quien le escribe invitándolo. Yo prefiero que me escriba el pastor y no el secretario de la junta de oficiales. En su carta, el pastor debe sugerir dos o tres fechas adecuadas para la campaña, y mencionar si ya tiene otros avivamientos planeados, en qué fechas y con cuál evangelista. También puede extender una invitación “abierta”, es decir, dejando a elección del evangelista la fecha más conveniente.

También creo muy justo que se informe al evangelista de todos los detalles pertinentes, por ejemplo: si están haciéndose arreglos para tener música especial, un cantante o grupos que canten, el tamaño aproximado de la concu­rrencia, el lugar donde se hospedará, y —algo que conside­ro de importancia particular para un evangelista que se ha lanzado al incierto vivir del predicador itinerante— la cantidad económica mínima con que la iglesia espera remunerar sus servicios.

Por supuesto que el evangelista no decidirá aceptar o no la invitación basándose únicamente en esta información. Todo evangelista eleva sus ojos al cielo para recibir órdenes sobre a dónde dirigirse, pero esos datos evitarán muchos contratiempos. Y las iglesias deben tomar muy en cuenta que muchas veces un evangelista no puede aceptar una invitación, no porque no quiera, ni porque se considere demasiado importante como para aceptarla, sino porque ya está invitado a otros lugares y ha formu­lado planes con anterioridad. Recuerden las congregaciones que muchos evangelistas tienen su itinerario progra­mado hasta con años de anticipación.

Cuando fuere necesario suspender una campaña, si la iglesia la suspende lo correcto es que envíe al evangelista siquiera la mitad de los honorarios que se habían fijado, pues que los gastos de él y su familia seguirán haciéndose y sin duda será demasiado tarde para arreglar otra campaña. Si es el evangelista quien la suspende, él debe pre­guntar a la iglesia cuánto se gastó en propaganda, comu­nicaciones, etc., y reembolsar ese dinero. Ambos deberán esforzarse por fijar una nueva fecha para la campaña, si es posible.

En todos estos arreglos, comunicaciones, planes, etc., debe siempre prevalecer el más amplio criterio de comprensión y caridad cristianas. Sobre todo, la causa de Jesucristo debe colocarse en primer lugar y dársele toda prioridad, más que a los deseos de la congregación o las ideas del evangelista.

 

El servicio de evangelismo

Desde luego que un servicio de evangelismo no puede serlo de adoración. Los pecadores no pueden adorar, a menos que estén en el proceso de arrepentirse y tener fe. El propósito del servicio de evangelismo es alcanzar los corazones que no han resuelto el problema del pecado.

Es de gran urgencia que comprendamos la diferencia entre “avivamiento” y “evangelismo”. Un servicio de avivamiento no es, estrictamente hablando, un servicio de evangelismo, pues su objetivo es reavivar y renovar a los cristianos; pero sí tiene consecuencias evangelísticas, puesto que los corazones reavivados de los cristianos se lanza­rán a ganar almas con pasión intensa.

No obstante, en este capítulo usaremos ambos términos al referirnos a “el servicio de evangelismo”.

El Canto

El servicio de evangelismo es más informal, particularmente en el canto. Por regla general, a la gente no le gusta entonar selecciones corales, y, además, el servicio de avivamiento no es la ocasión de dar al público una lección de música, ni debe aprovecharse para crear el gusto musical, y mucho menos para pasar el tiempo mientras llegan los retrasados.

Uno de los propósitos importantes del canto es crear el espíritu de unanimidad; integrar una congregación unida en espíritu, en propósito y en actitud receptiva. Nada obtiene mejor este fin que el canto congregacional. Y sucede no sólo en la iglesia, sino también en reuniones patrióticas, en clubes, en reuniones sindicales, etc. El canto público une las mentes y, en las iglesias, los co­razones.

Si se echa mano, sin embargo, de himnos y cantos desconocidos, es difícil lograr aquello. Algunas personas censuran los himnos que testifican de una experiencia espiritual definida, pero el caso es que si poseemos una experiencia espiritual, ¿por qué no podemos expresarla acompañada por una melodía? Esta es precisamente la razón de que los cristianos convencidos de la experiencia espiritual en Jesucristo, prefiramos cantar. Por el con­trario, los que juzgan que una experiencia personal profunda con Cristo es un engaño, rechazan el canto espiritual alegre.

Juan Wesley advirtió repetidamente a sus iglesias que si perdían el uso del canto espontáneo, perderían algo vital y atractivo en todo el movimiento. Esa es una verdad aplicable a cualquier movimiento que haga énfasis en la experiencia del corazón. Jamás abandonemos el canto congregacional espontáneo, informal, alegre, bajo falsas pretensiones de supuesta “cultura”.

Por supuesto que eso no significa que el canto en un servicio de evangelismo no deba ser reverente y bien ejecutado. Además, es necesario insistir en que quienes canten himnos especiales lo hagan para ensalzar a Cristo y alcanzar los corazones, y jamás para lucirse. El solista de las campañas de Billy Graham, el señor Beverly Shea, podría muy bien cantar himnos de música clásica, pero invariablemente canta los más sencillos himnos evangelísticos, y lo hace con profunda reverencia y perfección. La consecuencia es que Jesucristo es levantado ante las multitudes.

Yo tengo por costumbre dirigir el canto en mis campañas. No lo hago porque crea que nadie lo puede hacer mejor, pues soy testigo de muchos otros que me superan. Pero así obtengo más rápidamente un sentido de comu­nión directa con el auditorio y para cuando comienzo a predicar, ya somos “viejos amigos”.

Algunos se asombran de que aunque dirijo el canto y predico, mi garganta no ha sufrido. La razón es que uso mi garganta, no la abuso. Me esfuerzo en respirar debidamente, y usar la voz correctamente durante el canto de los himnos, y cuando llega la hora de predicar, mi gar­ganta está “al punto”.

También me gusta tocar el trombón, y cuando hay un pianista demasiado lento, o demasiado rápido, o alguien en la congregación que quiere marcar el tiempo con su vozarrón, dirijo el trombón en su dirección, y ¡yo le marco el tiempo!

El Sermón

La diferencia entre el servicio de evangelismo y el de adoración no se limita al canto. También debe existirla entre el contenido, el estilo y la presentación del sermón.

También aquí conviene establecer comunión con el auditorio. Casi todos los presentes han pasado el día trabajando y están conscientes de las noticias locales, nacionales y mundiales. Por eso es buena idea comenzar el sermón refiriéndose a algún acontecimiento de actualidad que atrape la atención y haga pensar a todos que el predicador quiere hablarles de algo contemporáneo y útil.

Y en cuanto al contenido, debe presentarse en forma clara, directa y sencilla. No se engañe usted, hay que sudar mucho para reducir a expresiones llanas conceptos misteriosos como el amor, el pecado, la deidad, la reden­ción, el juicio, etc. ¿De qué sirve que el sermón sea profundo, o bien documentado, o de urgente importancia, si la gente no tiene idea de lo que se le está diciendo, o, peor aún, no logramos que tome una decisión?

El Maestro comprendía claramente los misterios más hondos y los conceptos más profundos, pero los exponía de la manera más llana Y diáfana. Se ha dicho que nadie puede entender a fondo un concepto sino hasta que pueda decir, “por ejemplo”. Y ¿no era precisamente eso lo que Jesucristo hacía cuando anunciaba: “El reino de los cielos es semejante a…?” Estaba diciendo: “Por ejemplo…”

Por esto debemos incluir muchas ilustraciones en nues­tros mensajes. Cuando estamos presentando una conferencia, sí caben las citas sonoras y las expresiones rimbombantes. Pero el objetivo del sermón es distinto: se trata de persuadir, de ganar, de provocar a la acción. El famoso predicador Barrett Baxter dijo: “El único propósito de la predicación es influir sobre los hombres… La prueba definitiva de la eficacia de la predicación es ésta: ¿ Qué cambios han ocurrido en la vida de las personas que me han escuchado predicar?”

El sermón evangelístico debe establecer comunicación directa con cada oyente. Para ello necesita ser sencillo, directo, presentado con tono de urgencia, y dirigido no sólo a la cabeza, sino también al corazón y a la voluntad.

El evangelista no debe olvidar que su propósito es persuadir, no impresionar. Si quiere ganar almas tiene que descender a ellas. Nadie puede impresionar a la gente con su brillantez intelectual y al mismo tiempo ganarla para Cristo. El Señor debe tener la preeminencia y la gloria.

Recuerdo de una campaña celebrada en los terrenos de un campamento, cuando no llamaron a ningún evangelista, sino que varios de los predicadores de las iglesias locales tomaron a su cargo la predicación. Primero ocuparon el púlpito varios pastores prominentes y famosos, y predicaron mensajes muy elocuentes, pero sin consecuencias. Al final le tocó a un predicador laico, un hombre sencillo y humilde. Cuando terminó de predicar el altar se llenó de penitentes, y aun las primeras bancas del auditorio se llenaron. Alguien preguntó entonces al laico su secreto; ¿cómo era que los primeros grandilocuentes sermones no habían obtenido fruto, y su sencilla homilía sí? El hombre contestó: “Lo único que puedo decir es que oré pidiéndole al Señor que les diera a ellos la gloria, pero a mí me diera las almas”.

Nadie será un buen predicador evangelístico si carece de esa actitud. No todos podemos llegar a ser grandes predicadores, pero sí podemos llegar a ser predicadores eficaces. Y juzgue usted si será mejor aparecer en las listas de los “grandes predicadores”, o en las de los grandes ganadores de almas.

En fin de cuentas, el predicador no es más que un mensajero. Su misión es entregar un mensaje. La diferencia no la hace el mensajero, sino el mensaje. El nuestro es el mensaje del amor de Dios; de lo que sucede cuando aceptamos ese amor, o de las consecuencias de rechazarlo. Ningún evangelio está completo si no incluye la promesa y la advertencia.

El Llamamiento al Altar

Es probable que en ninguna otra parte del servicio de evangelismo se presente con más fuerza la tentación a pensar que el fin justifica los medios, como en el llamamiento al altar. Se presta para todos los trucos del profe­sionalismo, la manipulación de emociones, y el más descarado engaño. Con razón hay tantos desilusionados, o aun descreídos, de esta parte del servicio.

Las críticas no son contra el llamamiento al altar, sino contra algunas formas poco escrupulosas de hacerlo. Es obvio que no todo lo malo se debe a métodos censurables, porque es probable que algún evangelista demasiado apasionado tome medidas que después le avergüencen. La tremenda presión del servicio, y su propia pasión por las almas, a veces lo harán cometer errores.

Pero aquí, como en el canto de los himnos y en la predicación, es muy importante no perder de vista el propósito. Si el fin es ver cuántos podemos hacer venir al altar, entonces pueden usarse muchos trucos. Y si el predicador conoce algunos principios sicológicos, o tiene cierto “don de gentes”, pronto puede mostrar estadísticas impresionantes de todos los cientos, y aun miles, de almas que ha “ganado”.

No estoy diciendo que todo llamamiento al altar en que pasan muchos sea espurio ni falso. De ninguna ma­nera. Hay maneras legítimas de crear una atmósfera espiritual conducente a la convicción. Y a veces la diferencia entre lo legítimo y lo truculento es tan leve, que algunos la confunden y no pueden comprender a un evangelista extraordinariamente susceptible a la dirección del Espíritu Santo, usado por El para lograr que los pecadores se arrepientan.

Pero si el predicador no es susceptible, o si es de los que creen que el sermón es la parte más importante del servicio, entonces, sencillamente, no es un buen evangelista.

Un escritor, el señor Whitsell, dice que hay cuando menos sesenta y cinco maneras distintas de hacer un llamamiento al altar, pero yo creo que el mejor método es el más sencillo, más claro y más directo. Lo hago, simplemente, sobre esta base: Si quieres a Cristo y su voluntad para tu vida, ven al altar; pero si no estás interesado en ser lo que Dios quiere que seas, entonces este llamamiento al altar no es para ti.

Este método es el mejor para mí, no el mejor que exista. Cuando Dios llama a un hombre a predicar, se propone obrar a través de la personalidad única de ese hombre. Por eso todos los días le ruego al Señor que bendiga los esfuerzos de otros evangelistas y les dé fruto, pues no estamos edificando una reputación, ni una iglesia, sino el Reino. Otros evangelistas usan otros métodos con mayor eficacia, y pueden alcanzar almas que yo jamás alcanzaré con mi método.

El Servicio en el Altar

El objetivo del servicio de evangelismo no es conseguir que la gente pase al altar, sino que arregle sus cuentas con Dios. Cuando la gente pasa al altar todavía no se gana la batalla, de hecho, apenas empieza. Al diablo no le importa que alguien se acerque mucho a una victoria espiritual, mientras no le dé el “sí” final y decisivo a Dios.

Otra convicción inalterable que tengo es que la única manera que hay de que un alma obtenga victoria absoluta, es que ore hasta obtener esa victoria. El solo hecho de salir del asiento y encaminarse al altar, es admisión de que esa persona no está bien con Dios y necesita ayuda, y desea que se le ayude. Ese es, precisamente, uno de los valores más elevados del llamamiento al altar en público.

¡Cuánto daño hace, por consecuencia, el que apenas espera que alguien se arrodille en el altar para acercarse y comenzar a hablarle! El penitente no pasó al altar para hablar con otra persona, sino con Dios. Y muchos obreros de altar, aun con la mejor intención, han destruido por completo la obra del Espíritu Santo por apresurarse a hablarle al penitente.

La crisis espiritual interna debe intensificarse hasta que el corazón esté dispuesto a reunir todas las condiciones de arrepentimiento y perdón que Dios ha puesto. Dios nos perdone todas las veces que hemos deshecho su obra con nuestra palabrería. Acontece muchas veces que el pecador se levanta con la cabeza llena de nuestras ideas, pero con el corazón todavía lleno de sus pecados, y vacío de la gracia de Dios. Esa no es victoria espiritual.

No estoy diciendo que no se deba instruir espiritualmente al penitente, sino que nuestras palabras a él no deben estar cargadas de conceptos doctrinales y teológicos de manera que se evapore el sentido de pecado, de arrepentimiento y de contrición.

Es mucho más fácil hablar o cantar en el altar, que orar. Mas el caso es que lo importante allí es orar. Un pecador arrepentido puede alcanzar victoria completa sin hablar y sin cantar, pero no sin orar. En ocasiones, cuando el pecador se halla en un momento difícil, se le puede hablar, y aun cantar con él, pero sólo como el preludio a más oración.

Algunas almas que pasen al altar, no alcanzarán victoria en ese servicio de altar, y mucho daño se ha causado obligando a las personas a afirmar que han alcanzado algo que todavía no obtienen. Es preferible hacerles pro­meter que seguirán orando hasta que alcancen la victoria anhelada.

Y si el propósito del servicio de altar es obtener la victoria espiritual en los corazones, cuán insensato es dejar el altar lleno de penitentes y ponerse a platicar con los amigos, o regresar a la plataforma y ocuparse en otros asuntos. ¿Cómo puede afirmar alguien que es cristiano, y dejar un altar lleno de pecadores clamando la misericordia de Dios? El que de veras ama a Dios desea que otros lo encuentren, y siempre que haya la oportunidad de ayudar a alguien en el altar, se aprovechará. Y su deseo intenso será estarse con aquella persona hasta que obtenga la victoria completa.

Fuente: http://wesley.nnu.edu/espanol Usado con permiso.

 
Presentamos al Rvdo. John Abels y el sermón expositivo.

Presentamos al Rvdo. Gilberto Abels y su ministerio internet.

   

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